Una noche salí de mi mano a darnos una vuelta, haciendo estrellas con silencios sonoros.
Pensé, pensando (puto inconsciente), que me llamabas pensador, y soñé mil sueños, y sopesé pesadillas, compensando desequilibrios con trocitos de orgullo, esperando desesperado que esta vez (por fin) tu eco susurrase a mi oido regalándome besos sabor a sandía, o caricias de vainilla, o abrazos de segundos eternos, o algo...
Casi cualquier cosa que no fuese un espejismo (cualquier detalle que encajase en el gran puzzle) habría servido para hacer más real mi realidad sin dueño, sin sueño, ya sin hambre y casi sin sed, y apenas siendo menos patético que el adolescente que lucha por hacerse el interesante frente a un mundo que no le entiende.
Una noche entré, tumbado, en mundo donde todo tiende a lo mediocre, a lo normal, a la calma, a que seamos iguales, a que un día me levante y ("¡plof!") se haya ido la magia, el torbellino, el tobogán, el vacío en mi estómago y la vida en mi corazón, las ganas de ser mejor, de verte cada mañana, la necesidad de serte especial, único, imprescindible. Todo mi mundo está ya diluído en una música que suena en la radio, de madrugada, que me acompaña a una realidad sin duda mucho más estable, más "de verdad", conveniente sólo porque sólo así es más fácil para ti entenderme. Todo parece más cómodo, sensato, casi aceptable y muy asumible.
Observo a mi ilusión alejarse de puntillas, descalza y tocada de muerte, y veo acercarse a un grupo de gente que charla contigo. Os reís, me hacéis preguntas, nos reímos despreocupados, comentamos lo cotidiano, me abrazo a la rutina que me confunde con la corriente de lo corriente, hasta que soy de nuevo uno más (lo que nos convierte en uno menos) y vuelvo a renunciar a ser yo mismo, y me odio por ello. Profundamente. Sin expectativas.
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