19 febrero 2010

Pereza o desidia

Llego a casa. Los ojos cansados, el paso lento y la cama deshecha. Afuera llueve, la radio no me habla de nada interesante y (para colmo), niña, me has vuelto a decepcionar.

Ahora lo primero que me pide el cuerpo es mandarte a tomar por el culo una vez más, y después dormir hasta el verano, que se joda la primavera. Y me acuerdo de tu voz. Hueles bien. El roce de tu mano me hace sentir bien. Que te den por el culo. Evitas mirarme, pero me encuentro mirando tus ojos. Necesito que me hables. Puta foto. Estás calentita cuando me besas. Eres fría. Te odio. Dime algo, por favor.

Mientras me digo esto, otra persona también se aleja, pero ella lo hace físicamente, sentadita, en un avión que ensucia el cielo de aquí a Londres (i/v. tasas incluídas). Genial, todo el fin de semana para morirme de asco. Te odio, os odio, a las dos. Doy pena, lo sé, al menos me la doy yo solito. No se hizo la miel para la boca del asno, supongo.

Cada gota de lluvia que golpea la barandilla metálica en el exterior de mi ventana es un paso del segundero que me dicta mecánico que debería comer algo, que debería después sentirme culpable, que quizás no debería comer tanto, que no tengo sed, que no me sienta culpable. Que os den por el culo.

08 febrero 2010

Salas de chat, vertederos de amor.

A veces me descubro buscando quién sabe qué (o a quién) en una mecánica conversación casi pautada por un guión que, con ligeras variantes, se repite una vez tras otra y que, seguramente, avanza por una secuencia predeterminada de respuestas correctas que desconozco y que nunca trasciende más allá de un punto en el que ya no me merece la pena continuar, porque ya conozco el siguiente paso, y porque ahora sé que ya no me aporta nada nuevo. Me descubro patético, dejando al descubierto mis carencias en la búsqueda de algo que hace muchos besos perdí y que, no nos engañemos, no va a volver por arte de magia digital. Se ha perdido mi forma de amar, y es que es obvio que cualquier soledad se presta al fast-food del amor que supone poder ver los toros desde la barrera para bajar al ruedo sólo cuando es tan fácil entrar a matar que uno se sacia de ansia sin disfrutar de la charla, del vino, de los entrantes... se colma el instinto de primer plato, y se apresura el postre en borrar lo antes posible todo rastro de culpabilidad de unos labios que no han sido sinceros con el alma que los mueve. Ese trocito peor que vuelve a recordarme que mi vida no es una película (desde luego, no una de las buenas) me pide con lágrimas que le lleve a casa, dondequiera que ésta esté.