Me duele el cuello, cambio de postura, abro un ojo. Son las 6:49. Estoy solo, como cada día desde hace unos cuatro años. Intento volver a dormir, pero es inútil. Pienso en el bultito del lunar de la espalda, y espero que no sea un melanoma. De todas formas no pienso ir a que un médico me diga que estoy condenado a muerte. Eso ya lo he deducido yo solito. Me raspa la garganta, desde la operación de muñeca no fumo, pero a veces vuelvo a roncar. Pongo la radio de mi despertador. Casi me quedo dormido. Suena la alarma. Las 7:30. Entra luz por la persiana. Me duele la cabeza y estoy demasiado cansado como para afeitarme. Es igual, ¿a quién pretendo engañar? Tengo 34 años, me siento viejo, feo e inútil.
Preparo un bol de leche caliente con cereales. Ahora me siento un poco mejor. Elijo una camisa, unos pantalones, un cinturón, una corbata (sí, nuestra corbata), unos zapatos… mierda, tengo que planchar la camisa y la espalda me está matando. Me ducho con agua hirviendo y me deja de doler la espalda. Me pongo la ropa, cojo las llaves, la cartera, el móvil, el I-Pod y salgo del piso donde tengo una habitación alquilada desde Septiembre. Llevo 14 horas y media sin hablar con nadie y lo primero que escucho, aparte del señor de la radio de mi despertador, es a John Lennon cantándome al oído “Nobody loves you when you're down and out”.
Bajo un par de calles hasta la parada del autobús. Espero. Llega el bus, dejo que suba todo el mundo y doy los buenos días. La conductora suele contestar siempre, siempre en castellano. Es mi primer contacto humano directo en unas 15 horas. Irene está hoy en “mi sitio”, en realidad me gusta verla ahí, porque me hace pensar en lo reemplazable que somos todos, especialmente yo, y me hace valorar la intensidad de cualquier momento. Quizás mañana ya sea tarde para cualquier cosa. Me siento en uno de los pocos sitios que quedan libres cuando eres el último en llegar a cualquier parte, y me sumerjo en unas 5 canciones mientras el bus me mece en la ruta al colegio. El trayecto no dura más de 25 minutos, pero yo ya he interiorizado mi papel de cada día (máscara, nariz, sonrisa, seis funciones, fácil). Para el bus, me levanto del asiento, le dedico una mirada o un gesto a Júlia y bajo todas las escaleras de un salto. Me pongo la cara de estoico y me quito los auriculares de autista.
Hoy no hay charla camino al edificio de Secundaria. Un par de alumnas, un compañero, un alumno y el director me obsequian con una mirada y enfilo las escaleras del patio. Llego arriba y me falta el aire, suena “Bon día” y pienso en la diferencia entre el sarcasmo y la ironía. Grupos de alumnos esperan a que los coordinadores les permitan el paso a las aulas. Yo subo y voy directamente a la máquina de café del vestíbulo, meto un euro en la ranura. Espresso con leche, casi sin azúcar. Se atasca el vaso, se vierte el café en la máquina. Recojo los 50c que sobran, repito la operación, ahora sí cae el vaso. Subo las escaleras luchando por no verter el café caliente entre empujones y codazos, muchos alumnos pasan a mi lado y tienen cosas mejores que hacer que dar los buenos días.
Llego a la sala de profesores, me vuelve a faltar el aire, me vuelve a doler la espalda, no funciona la impresora y debería estar ya en clase. Me quito la cara de estoico, me pongo la máscara de payaso, coloco muy despacito la nariz, retoco el maquillaje, me seco un par de lagrimillas, de las que nunca llegan a caer, dibujo una media sonrisa, agarro el café, empujo la puerta y no hay nadie ni nada en su sitio. Pido silencio mientras me encaro con 25 personas a medio hacer, a quienes les importa muy poco cómo se ve la función desde el escenario. Observo en silencio al lado de la mesa durante unos minutos, hasta que algunos detectan que ya me he terminado el café y no he dicho nada en tres o cuatro minutos. Miro por la ventana, hay viento. Casi todos están ahora sentados. Varios siguen deambulando por el aula, mostrando muy poco respeto por mi actitud y por la de los compañeros que están esperando.
Por fin se sientan todos. Les miro uno a uno, me refugio en algunos ojos (hoy Clara está de nuevo ausente), pero después desenfoco al vacío, despaciosamente. Y no, no es indiferencia, porque es tristeza. Que no, que no son bromas, que es sarcasmo. Que sí, que lo que tú digas, que ahora va a resultar que todo esto lo hago cada día por dinero, que estoy aquí para enseñarte inglés, y que tus padres me pagan para que yo olvide todo lo que sé, y que tú estás aquí para que yo consiga que tú apruebes, ¿o me estoy olvidando algo?... Ah, sí, la máscara, la sonrisa, ese maquillaje retocado, que no se noten las lagrimillas. Total, sólo vas a recordar de mí que fui un payaso.
“-Buenos días, ¿alguien sabe por dónde íbamos…?”
28 abril 2010
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1 comentario:
El pan de cada día
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